miércoles, 2 de febrero de 2011

El vértigo de lo ínfimo.


Canto a las mujeres sencillas, a las mujeres humildes que para desplegar su belleza soberbia no necesitan hacerse del alarde de la sequoya ni de la arrogante pirotecnia de las auroras. Mujeres bonsái, de bolsillo, mujeres que no confunden la grandeza con lo grandote y saben que su aroma, que su aquiescencia —en dosis pequeñísimas— bastan para volverme loco.

Canto no a las engorrosas amazonas, cuya sola visión es extenuante, mujeres capaces de matar a un caballo por el solo peso de sus nalgas; mujeres que no cabrían ni en el Museo Británico. No. Yo sueño con mujeres así, pequeñitas, que me acompañen a todas partes, que me estremezcan a mí y no al viento inocente.

Yo me mareo recorriendo —¡pero qué poco dura el viaje!— una y otra vez sus cuerpos con la mirada lúbrica, extasiada de un sátiro. Me desvanezco, me desbordo, me deshago repitiendo el viaje —¡ay!, ¿por qué sólo en mis fantasías?— con mis dedos como guías y mi boca, tenaz explorador.

Canto a las mujeres con proporciones a escala perfecta, mujeres con geografía de maqueta, mujeres de cuya nariz me he despeñado en abismos, sin embargo, de dura realidad.

Te canto, pues, a ti.

Cuernavaca, 02 de febrero de 2011