jueves, 18 de marzo de 2010

La Sección (agri)Cultural.


Sentar cabeza.


La raza blanca la raza negra la raza roja la raza
amarilla:
yo sólo conozco la raza violeta y la raza verde y la
raza de tu lengua que descifra el agua y el fuego
Seré rico —tú sabes— con la miseria y el hambre
que hace correr los ríos
rico de errores de desollado y de piedra sobre la cabeza
rico como la paciencia y la piedad puestas al rojo

Y yo no tengo misión ni familia ni otra dialéctica
que esos conjuros mortales donde se deshace la
espuma de los grandes escrúpulos

Pero obstinado siempre en el furor de un mundo
que silba como una sirena en fuga
por cada beso hacia el alma
por cada boca con el plan de las cantáridas
por cada latido que se precipita y estalla bajo el
cauterio de la tormenta

Seré rico —amor mío— bajo las patas de los
caballos, estrangulado por una contracción
de la noche sobre el oleaje
desvalijado por la noche del mar y la rapiña de las
caricias
rico hasta la locura como un intruso inconfesable
en todas las situaciones de la pereza y en los
lugares desiertos de la sangre
donde hay crueldad extravío poder
promesas incumplidas por el cielo.


Enrique Molina.

Métodos de ligue.


Hoy fui testigo-víctima de una nueva técnica de ligue, ligeramente --aunque tampoco tanto-- más sutil que meter un embudo en la boca de alguien y empujarle una botella de ron por la garganta. Se trata del "ligue por mareo". Simple. La chica, que debe pesar (o esa fue mi experiencia) más de noventa kilos, se pone un perfume en cantidad inversamente proporcional a su calidad, con el resultado de que cualquier mamífero que entre en su radio de acción queda aturdido durante el tiempo suficiente para inmovilizarlo con sus manopezuñas de a kilo. Las consecuencias las omito para salvaguarda de mi honor.

La tira de la semana.



Las mazorcas de Rubén Fernández.

Nunca con una menor.

Un nuevo relato del Dr. Bauer. Es una parida que tomó su tiempo, aunque ciertamente fue escrito en intermitencias. Ya sé que tiene unas costuras espantosas, pero espero lo hallen disfrutable.

Nunca en mi vida me acosté con una menor, ni siquiera cuando yo mismo lo era. Quizá sea por eso que las mujeres de apariencia juvenil —casi impúbermente juvenil— siempre ejercieron sobre mí una fascinación irrefrenable.

No se piense que con las mayores tuve un éxito reseñable, pero tampoco es que esto me afectara demasiado: nunca fueron sino tristes premios de consolación.

La práctica totalidad de mi vida profesional ha estado dedicada al ejercicio del magisterio. Pese a lo que podrían creer, esto no hizo de mí un hombre en perpetua precariedad financiera. Por el contrario, dos otres golpes de fortuna y la continua sobrestimación de mis aptitudes por parte de mis superiores, me dieron una existencia holgada.

Por supuesto, esta elección vocacional trajo consecuencias notorias en otros aspectos de mi vida. Las cosas se fueron poniendo más interesantes con el paso de los años. Al principio, mis alumnas y yo éramos casi contemporáneos, sólo el título nos separaba. Ahora, tendría uno que ser muy indulgente con mis arrugas para tomarlas por mis hijas.

En este punto es donde las cosas se ponen prístinamente freudianas. Voy a hablarles de mi padre. Él pasó los últimos cuarenta años de su vida sobre una cátedra, cumpliendo cabalmente con la imagen que se están haciendo de un profesor de bachillerato. Dependía de los demás, como los demás dependían de él: la solidaridad de los pobres. En setenta años, estrenó tres automóviles. A cambio, tuvo un éxito imperecedero con las mujeres. No sólo con sus alumnas. Era guapo. De lo único que no logró convencerlas fue de casarse con él.

Pero en casa nunca hubo una botella de whisky; mi padre murió sin saber cómo se anudaba una corbata. El día que tomé mi primer avión tuve una intuición, devenida en revelación al instante en que el vermouth tocó mis labios por primera vez: yo no sería él.

Esta decisión, que al principio me dotó de loft y auto alemán, tuvo una consecuencia insospechada: un brutal superyó me prohibió terminantemente acostarme con mis alumnas, aun si ellas lo buscaban. Y así mi vida se convirtió en un calvario de impotencia selectiva, teniendo a mano todo lo que pudiera desear, pero impedido a tomarlo.

Viví el desdibujamiento de todo cuanto había construido, los bordes de mi ego se tornaron borrosos. El auto ya no era símbolo de status, la casa —pues, obviamente, me había mudado a un barrio residencial— ya no reflejaba la muerte de mi padre. Un día miré hacia mi vaso y no entendí el significado de un etiqueta verde. Estaba perdido. Empezaba a darme cuenta —tarde, muy tarde— de que quizá la autarquía no sería sostenible. Volví a salir. Hablaba con la gente, aún si no tenía posdoctorado. Asistí a las fiestas de mis colegas.

Ahí estás tú, tan tú que no puedo explicarme tu existencia sino como una chaqueta de Dios padre. ¿De dónde, si no, saliste? No de tu padre, ese mediocre y fofo investigador. No de la morsa de tu madre. Sonríes. Todo mundo está tan puesto que apenas puede con su propia cubeta de mareo. Cruzas la pierna. Tu padre sube las escaleras con la secretaria del Instituto. Apuras la cuba de un trago, glu-glu-glu. Tu madre corre llorando a la cocina. ¿Por qué no?