viernes, 25 de marzo de 2011

Sabes que has perdido toda esperanza de conquistar a una mujer cuando dejas de masturbarte pensando en ella. Una mañana, sin que mediara acontecimiento parteaguas alguno, sencillamente su cuerpo quedó tan desdibujado en el registro de mi fantasía que me fue imposible brindarnos esa telepática unión. Algunos días después, descubrí con espanto que me costaba evocar el sonido de su voz, fijar en mis ojos la imagen de su rostro. Sabiendo que la memoria comenzaría a hacer sus habituales trampas, decidí que no iba a permitirle a mi mente construir el recuerdo de ella a partir de retazos oscuros de mi deseo y plagios de otras mujeres. Pero, si no habría de olvidarla, ¿cómo preservar una imagen de ella que me fuera propia, a la que pudiera evocar y sonreír? No me faltaban fotografías de ella, ni era difícil pedir a sus amigos que me la recrearan con mil palabras. Pero las fotografías me mentirían con el mismo dolo que la memoria: estáticas, fingidas; no podrían decirme nada sobre ella, sino sobre alguien que ella fue alguna vez. Me torturaba saber que la perdería para siempre, que cada vez que invocara el respingo de su nariz la deformaría un poco más, hasta hacer de la mujer que amé una belleza aleatoria, un hipnotismo irreconocible. No, no podía permitirlo. Otra mañana, sin que en sueños se me anunciara ni el alba se cargara de presagios, lo supe. Tomé un libro viejo de litografías, arranqué con ternura una de las obras centrales y la colgué, sobriamente enmarcada, en mi cuarto más pequeño. Circe, la Circe que en vida Romney llamó Emma, me mira todos los días y me recuerda el encanto de su intemporalidad. Le sonrío de soslayo y me deja saber que no me equivoqué. ¿Puede concebirse siquiera verdad más plena que su mirada?

Para Madeleine, todavía.

Coyoacán, 25 de marzo de 2011.