sábado, 3 de julio de 2010

La estructura de lo posible.


La mujer de mis sueños se metió en mi cama con la sola condición de que yo no podía entrar con ella. Era ínfima, castaña, y tenía una lengua más larga que sus piernas. No me pareció un mal trato. Era más de lo que podía pedir después de un torpe lance de conquista en el que el único estremecido fue su novio. Eso me debió indicar que algo estaba haciendo tremendamente mal. Pero no puedo dejar de anotarme como punto a favor la mandíbula desencajada del wey al enterarse de que yo no le era indiferente a ella --porque fue de lo único que se enteró. Ser el instrumento de la mujer de mis sueños para dar patadas bajo la mesa al hombre de los suyos no me dejaba muy bien parado, pero eso no parecía ser tan patético como mantenerme on-line esperando un correo suyo. Que nunca llegó.

Al menos, su olor permanece ahí después de seis meses, aunque la apariencia de la sábana deja mucho que desear: entre la falta de lavado y las desgarraduras que le inflinjo tratando de exprimir los últimos rastros de su aroma, presenta ya un aspecto lamentable. LLevamos ya tanto tiempo sin vernos como mi sábana sin conocer al jabón. Por mucho asco que a veces me dé mi ropa de cama, la perspectiva de poner pie en el suelo es aterradora. He derramado tanto semen que las hormigas ya han copado cada grieta. Mi cama es un témpano que flota, cada vez más reducido, entre un mar rojo de ácido fórmico.

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