sábado, 20 de noviembre de 2010

Drama.

Se ha despedido de mí sin decirme alguna cosa urgente. Pienso en las ramificaciones de su silencio, pero no logro conectar el fin del mundo con el hecho de que haya decidido pasar por alto mi último exabrupto. Se despide de mi mejor amigo, clonando los movimientos que hace 10 segundos practicara sobre mí. Es pequeña -tanto, que si no fuera tan hermosa y su cuerpo no cortara la respiración de más de un colega, resultaría ridícula-, así que apoya todo su cuerpo sobre las puntas de sus pies y tensa su espalda de una manera que ¿involuntariamente? respinga su culo hasta tal punto que desata una competencia tácita entre los jefes de departamento que estamos presentes sobre quién la invitará a la conferencia en Hamburgo. Decido que ha llegado el momento de poner la bota sobre el tablero y lanzo una mirada circular que les hace saber a todos que pondrían en riesgo un voto crucial en la siguiente sesión del consejo si se atrevieran a la más mínima insinuación. Así, por mucho que le pese a ella, no le queda sino una elección, no puede seguir haciéndose tonta conmigo. Sé que mi figura le genera una repulsión incontrolable, pero a la siguiente mañana adivina la situación en que la he puesto en la mirada –o, mejor dicho, en la evasión de tal mirada- que encuentra en cada superior y al cruzar sus ojos con los míos sonríe coquetamente, acusando recibo de mi jugada. Pienso durante un segundo en mi esposa, pero la culpa ni siquiera llega a condensar en mi conciencia ante la evidencia de que todos los miembros del consejo somos casados. Le devuelvo la sonrisa, indicándole la nueva sumisión a que se encuentra adscrita. Sé que todos hemos llegado hasta aquí justamente buscando este tipo de ventajas. A la mañana siguiente, presento mi renuncia y uso las amistades que me quedan para colocarme fuera del país. Seis meses después recibo por paquetería una invitación a su boda. Unas casi etéreas bragas acompañan el sobre manila cuidadosamente envuelto en plástico burbuja.

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