lunes, 27 de diciembre de 2010

Historia inconclusa II

Eran los días de la caída de Assange, ya de suyo sombríos: incluso el cielo, en forma de eclipse, lanzaba su difusa advertencia. Sombrío era también mi ánimo, con la proximidad de la bancarrota y un persistente tufillo a futuro cancelado. En ese escenario me puse a quererla, creyendo que podría montar un idilio rosa en gris sobre gris. Ella taladraba el cascarón mientras yo buscaba angustiado una manera de volver a entrar. En la manera de afrontar la vida, como en otros terrenos más sutiles, afloraban nuestras diferencias. Ella las pasaba por alto mediante elegantes mecanismos de negación. A final de cuentas, decía, éramos demasiado parecidos para estar juntos. Yo sencillamente sonreía. Convencerla de nuestras diferencias no aparecería el deseo.

Propio de mí, me presenté ofreciéndole un trago. Ella marcó la pauta de nuestra relación aceptándolo y dejando que se calentara en su mano para finalmente abandonarlo discretamente camino al tocador. Siempre encontraba el camino más retorcido para decir "no", pero sus negativas sólo fortalecían mi convicción de que estaba ante un ser único. ¿Dónde encontraría alguien que me mandara al carajo con tal sofisticación? Pero esa noche en que nos presentamos no tuvo ocasión de mostrar su habilidad de retorcer el lenguaje. Sólo small talking y un poco de fingimiento, sin demasiada afectación. ¿Para qué? Se dejaba rellenar los vasos y me reía las bromas, ignorante de que iba llegando al fondo de mi repertorio. Menos mal que se retiró temprano. Y menos mal que los amigos, así como uno que otro gorrón, me arrancaban los vasos de las manos. Ella se ahorró, sin saber, un silencio incómodo y, quizá, una escenita.

De entonces, tópicos: buscaba las excusas más tontas para encontrármela.


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