Te acercas a preguntar si tengo fuego, levanto mi playera y enciendes tu delicado en mi pezón derecho. Pienso que me invitarás a tu mesa, pero te limitas a dar las gracias.
Mis amigos dicen que las mujeres no se acercan a uno para nada (con estas premisas, lo sorprendente es que el soltero sea yo) y me animan a "devolver la pelota a tu cancha". Capto la metáfora y comienzo a darle vueltas a la estrategia.
Buscando establecer contacto visual, volteo compulsivamente hacia la esquina donde la parte superior de tu cuerpo tapa --gracias a Dios-- una reproducción de Warhol. Interpreto el fracaso como fracaso, pero mis amigos sostienen que, como es natural, te estás haciendo la difícil.
Voy en el sexto vaso, así que la idea me hace sentido y acaban por convencerme. Pero se que aún no tengo suficiente soltura para lanzarte unas cuantas salvas verbales con posibilidades de dar en el blanco. Desvío la conversación y sigo bebiendo por un rato.
Me acabo el noveno ruso negro y me siento casi listo para intentar abordarte. No hay prisa, son apenas las diez; y a juzgar por las risas que llegan hasta mi mesa, no estás pensando en irte. Aun así, soy consciente de que, si no actúo pronto, estaré tan suelto que difícilmente podría siquiera apuntar.