sábado, 5 de septiembre de 2009

Carta abierta a una mujer que no me cree cuando digo que la amo.

De la ordinaria administración del placer, de un deseo fríamente calculado, de una noche circunscrita al olvido, de la eyaculación y de lo efímero. De todo esto surgiste, de todo esto viniste. Hasta que decidiste instalarte en los resquicios prohibidos de mi cuarto, ahí donde yo habito, bon vivant y clochard, socialité y ermitaño. Hasta que tomaste por asalto el reverso de mi almohada y llegaste a la conclusión de que mis complejos no me merecían. Y me diste noches enteras en el metro, tomados del brazo de tu impredecible predictibilidad. Oýendote, siéndote. Olvidé en tus brazos el orgasmo y otras perversiones, me rendí al encanto de los besos sin dedos, a la permanencia voluntaria en primera base, a la procrastinación irredenta. Ahora que, por enésima vez, somos honestos y nos mandamos al carajo, no queda sino eyacular lo aprehendido.

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