sábado, 26 de septiembre de 2009

Historia de Alondra.

Hace mucho tiempo, en esta misma galaxia, tenía yo un amigo con el que de vez en cuando nos dábamos el placer de escribir a cuatro manos. En una ocasión escribimos algo bastante parecido a un cuento, pero que muy poca gente llegó a ver, ya que en aquel relato echábamos mierda hacia una parte considerable de nuestras amistades de aquel entonces. Pues nada, que uno de los protagonistas de la historia se llamaba Alondra. Aquí, su historia.

Te amé sin jamás poder tener nada contigo, qué ridículo. Y me pasé contigo, contigo --sin darme cuenta, por supuesto, ya que estaba muy ocupado preparando los tonics y abofeteando a las mujeres de mi vida-- los momentos más fabulosos que pueda recordar.

Como aquellas vacaciones en que acababa de asumir el presidente más fascista que hemos tenido. ¿Te acuerdas? Estábamos todos tan frikeados con los retenes que hasta tú estuviste de acuerdo en que lo más sensato era llevar el coche limpio. Pero ya en la selva nos molías 24 horas diarias por no conseguirte lo que necesitabas.

Lo mejor fue cuando decidimos darle cinco minutos a occidente en un café internet, adonde fuimos a enterarnos que te habían aprobado la beca y caíste en la cuenta de que debías partir en septiembre. El resto de la semana fue un chistesote. Te nos ibas a terminar tu highschool en California y tenías que pasar todos aquellos antidoping... Puta, que desmadre. Tres meses dándote cinco litros de agua al día y presionándote a coger como loca para sudar todo todo aquello; y ni así se me hizo.

Pero te nos --te me-- fuiste y aquel ecosistema que giraba en torno a tus caderas se desvaneció para siempre. Pese a que todos suponíamos querernos tanto, no nos vimos durante todo un año, hasta que llegaste al springbreak. Como nací en Bolivia, nunca pude obtener una visa y tuve que conformarme con verte cada año, o algo así, entre aquellos yuppies y hippiechics que conformaban tu entorno. Rara avis siempre fui. Las periodizaciones dilusivas nos fueron separando año a año a año a año.

Ahora tu nombre se me ha borrado y de cómo nos conocimos sólo recuerdo cierta sonrisa irreproducible (chíngate, Walter) que me hizo conocer una lubricidad que se parecía increíblemente al deseo; y un llanto sincopado en medio de una cancha de fútbol con más pretensiones que metros cuadrados. Alguien te dijo puta sólo por llevar las bragas más alucinantes de la secundaria (y mostrarlas en corro), y tus hermanos secundaron la broma antes que defenderte. Los hubiera matado a todos, pero justamente a mí fue a quien decidiste negarle el derecho a verte los muslos, así que el rencor se impuso al sentido del deber. Años pasarían sin vernos, hasta que la noticia de que un amigo común era seropositivo --pinche joto tan entrañable-- terminó por imponernos la amistad. Nuestro amigo se murió, pero mi deseo de ti fermentó, se agrió, y acabé por tener que tirarlo. Y aquí estamos…

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