Un nuevo relato del Dr. Bauer. Es una parida que tomó su tiempo, aunque ciertamente fue escrito en intermitencias. Ya sé que tiene unas costuras espantosas, pero espero lo hallen disfrutable.
Nunca en mi vida me acosté con una menor, ni siquiera cuando yo mismo lo era. Quizá sea por eso que las mujeres de apariencia juvenil —casi impúbermente juvenil— siempre ejercieron sobre mí una fascinación irrefrenable.
No se piense que con las mayores tuve un éxito reseñable, pero tampoco es que esto me afectara demasiado: nunca fueron sino tristes premios de consolación.
La práctica totalidad de mi vida profesional ha estado dedicada al ejercicio del magisterio. Pese a lo que podrían creer, esto no hizo de mí un hombre en perpetua precariedad financiera. Por el contrario, dos otres golpes de fortuna y la continua sobrestimación de mis aptitudes por parte de mis superiores, me dieron una existencia holgada.
Por supuesto, esta elección vocacional trajo consecuencias notorias en otros aspectos de mi vida. Las cosas se fueron poniendo más interesantes con el paso de los años. Al principio, mis alumnas y yo éramos casi contemporáneos, sólo el título nos separaba. Ahora, tendría uno que ser muy indulgente con mis arrugas para tomarlas por mis hijas.
En este punto es donde las cosas se ponen prístinamente freudianas. Voy a hablarles de mi padre. Él pasó los últimos cuarenta años de su vida sobre una cátedra, cumpliendo cabalmente con la imagen que se están haciendo de un profesor de bachillerato. Dependía de los demás, como los demás dependían de él: la solidaridad de los pobres. En setenta años, estrenó tres automóviles. A cambio, tuvo un éxito imperecedero con las mujeres. No sólo con sus alumnas. Era guapo. De lo único que no logró convencerlas fue de casarse con él.
Pero en casa nunca hubo una botella de whisky; mi padre murió sin saber cómo se anudaba una corbata. El día que tomé mi primer avión tuve una intuición, devenida en revelación al instante en que el vermouth tocó mis labios por primera vez: yo no sería él.
Esta decisión, que al principio me dotó de loft y auto alemán, tuvo una consecuencia insospechada: un brutal superyó me prohibió terminantemente acostarme con mis alumnas, aun si ellas lo buscaban. Y así mi vida se convirtió en un calvario de impotencia selectiva, teniendo a mano todo lo que pudiera desear, pero impedido a tomarlo.
Viví el desdibujamiento de todo cuanto había construido, los bordes de mi ego se tornaron borrosos. El auto ya no era símbolo de status, la casa —pues, obviamente, me había mudado a un barrio residencial— ya no reflejaba la muerte de mi padre. Un día miré hacia mi vaso y no entendí el significado de un etiqueta verde. Estaba perdido. Empezaba a darme cuenta —tarde, muy tarde— de que quizá la autarquía no sería sostenible. Volví a salir. Hablaba con la gente, aún si no tenía posdoctorado. Asistí a las fiestas de mis colegas.
Ahí estás tú, tan tú que no puedo explicarme tu existencia sino como una chaqueta de Dios padre. ¿De dónde, si no, saliste? No de tu padre, ese mediocre y fofo investigador. No de la morsa de tu madre. Sonríes. Todo mundo está tan puesto que apenas puede con su propia cubeta de mareo. Cruzas la pierna. Tu padre sube las escaleras con la secretaria del Instituto. Apuras la cuba de un trago, glu-glu-glu. Tu madre corre llorando a la cocina. ¿Por qué no?